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Un juez que confunde investigar con invadir

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La Audiencia de Madrid vuelve a frenar a Peinado y deja en evidencia una instrucción sin frenos ni justificación.

Hay jueces discretos y jueces protagonistas. Y luego está Juan Carlos Peinado, que parece empeñado en competir consigo mismo para ver hasta dónde puede estirar los límites de una instrucción sin que alguien le ponga un alto definitivo. Esta semana, la Audiencia Provincial de Madrid ha tenido que hacerlo de nuevo, anulando una de sus decisiones más invasivas: la incautación masiva de los correos electrónicos de Begoña Gómez durante siete años completos. Lo ocurrido no es un detalle técnico ni un matiz jurídico para especialistas.

Peinado pidió y obtuvo los correos enviados y recibidos desde la cuenta institucional de Gómez entre 2018 y 2025 y los remitió directamente a la UCO de la Guardia Civil. Lo hizo sin un auto motivado, mediante una simple providencia, como si estuviera solicitando un documento administrativo cualquiera y no accediendo al contenido íntegro de comunicaciones privadas protegidas por derechos fundamentales. La Audiencia ha sido clara, casi pedagógica. Ha estimado los recursos de la Fiscalía y de la defensa y ha dejado sin efecto toda la operación.

No porque falte una coma o se haya usado mal un formulario, sino porque la medida carecía de justificación y vulneraba principios básicos como la proporcionalidad, la necesidad y la idoneidad. Dicho en lenguaje llano: no se puede pedir todo para ver si algo aparece, y menos aún cuando se trata de interceptar comunicaciones. El tribunal recuerda algo que debería ser obvio para cualquier juez de instrucción: este tipo de actuaciones solo pueden adoptarse mediante una resolución motivada y tras superar filtros muy estrictos. Especialidad, excepcionalidad, necesidad. Nada de eso aparece en la decisión de Peinado, que optó por la vía rápida y dejó sin explicar por qué era imprescindible acceder a años de correos electrónicos para avanzar en la causa.

El contexto tampoco ayuda a suavizar la imagen del magistrado. Peinado investiga a la esposa del presidente del Gobierno por una ristra de delitos graves, desde tráfico de influencias hasta malversación, pasando por intrusismo o apropiación indebida. Un catálogo amplio, ambicioso y, para muchos juristas, llamativamente indeterminado. En ese marco, pedir todos los correos institucionales durante casi una década parece más una red lanzada al mar que una investigación con rumbo definido. La Fiscalía lo dijo sin rodeos al recurrir la decisión: la medida era absolutamente desmesurada. No solo por su alcance temporal, sino por el precedente que sienta. Si se acepta que basta con una sospecha genérica para revisar años de comunicaciones, el listón de protección de derechos fundamentales se desploma. Y eso no afecta solo a una persona concreta, sino al conjunto de la ciudadanía. Este no es un episodio aislado. La Audiencia Provincial ya ha tenido que corregir a Peinado en otras ocasiones, ordenándole levantar imputaciones o frenar líneas de investigación que no se sostenían jurídicamente.

La sensación es la de un juez que avanza a empujones, obligado a retroceder cada vez que un órgano superior revisa con calma lo que él decide con prisa. Aun así, Peinado sigue estirando la cuerda. Incluso ha planteado que, si el caso llega a juicio, sea un jurado popular quien lo juzgue, una propuesta que también ha sido recurrida. Todo apunta a una instrucción más preocupada por el impacto político y mediático que por la solidez jurídica del procedimiento. Mientras tanto, la Audiencia vuelve a ejercer de dique de contención, recordando que investigar no es sinónimo de invadir y que el fin no justifica cualquier medio. El problema es que estas correcciones llegan después de que las decisiones ya se hayan tomado y ejecutado, aunque luego se anulen. El daño institucional, la sospecha y el ruido ya están ahí.

La pregunta que queda flotando es incómoda pero necesaria. ¿Cuántas veces más tendrá que intervenir la Audiencia para poner límites a un juez que parece decidido a ignorarlos? Porque cuando quien debe garantizar la legalidad actúa como si estuviera por encima de ella, el problema deja de ser un caso concreto y pasa a ser una cuestión de salud democrática.

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