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Lo público en Jaque: la paradoja de las alianzas público-privadas

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Por Patricia RB

Las empresas con participación estatal, creadas para garantizar eficiencia y control público en sectores estratégicos, se han convertido en un reflejo de las carencias éticas e institucionales del sistema. Su gestión opaca, la politización de sus órganos y la falta de rendición de cuentas revelan una crisis que va más allá de los nombres propios.

Las empresas con capital público y privado operan en una zona gris entre ambos mundos. Esa condición híbrida les permite, en muchos casos, esquivar algunos controles administrativos y obligaciones de transparencia que sí rigen para las entidades públicas.


Decisiones estratégicas, contratos o nombramientos quedan así a menudo fuera del alcance del escrutinio ciudadano y parlamentario.
Esta ambigüedad legal convierte a las sociedades mixtas en espacios donde el poder político encuentra menos resistencia y donde la frontera entre el interés general y el interés partidista se difumina peligrosamente.

Politización y opacidad

La politización de los órganos de dirección es una de las principales barreras para la rendición de cuentas. Los nombramientos suelen responder más a equilibrios partidistas que a méritos técnicos o profesionales. Cuando la lealtad política pesa más que la competencia, la independencia se debilita y las empresas terminan siendo extensiones del poder, no herramientas al servicio del bien común.


A esta situación se suma la opacidad en los procesos de contratación, especialmente en sectores como la tecnología, la energía o la defensa. Las excepciones legales por “seguridad nacional” o “confidencialidad comercial” se utilizan con frecuencia para restringir la transparencia, generando un terreno fértil para los conflictos de interés y el favoritismo.

Puertas giratorias e impunidad

El fenómeno de las puertas giratorias refuerza la desconfianza ciudadana. Cuando altos cargos pasan del sector público al privado —o viceversa— sin periodos de incompatibilidad efectivos, la frontera entre ambos mundos se diluye. Aunque existen normas para evitarlo, su aplicación es débil y, en ocasiones, puramente simbólica.


La supervisión parlamentaria y judicial tampoco ofrece garantías sólidas. Las comisiones de control carecen de recursos, los procesos judiciales se dilatan y las sanciones, cuando llegan, resultan insuficientes. La impunidad se convierte en norma y la ética, en excepción.


Silencio institucional

Dentro de las propias organizaciones, la cultura del silencio sigue imponiéndose. Las auditorías críticas o las denuncias internas se frenan por miedo a represalias, y los mecanismos de protección a los denunciantes son insuficientes. Quien intenta alzar la voz suele enfrentarse al aislamiento profesional y al descrédito.


Una lección pendiente

Si el Estado quiere seguir participando en sectores estratégicos, debe garantizar transparencia, meritocracia y control real.


Porque sin ética pública no hay confianza ciudadana, y sin confianza no hay democracia que resista.

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